(PARQUE AGUA AZUL, GUADALAJARA)


He vivido el frecuente desarraigo de sentirme extranjero en mi propio país.

Me he sentido extranjero, mucho tiempo, bajo mi propia carne.

Ya no me asusta tanto existir en los límites.

La periferia tiene el placer raro de convertirse en centro alguna vez
y arrastrar al volcán a los fragmentos que entonces anden lejos de su cráter.

Estoy acostumbrado a sufrir el exilio que siempre entraña el gesto de la fe.

En México, no obstante, paseando con Edel entre las mariposas cautivas de Agua  Azul,
perdí el temor de entenderme extranjero pisando un extranjero atrozmente geográfico,
porque ser extranjero es solamente un asunto espacial
y yo había asimilado el fundirme en el tiempo de aquel pueblo
con tal de acaparar la efímera belleza que acude a recibir al que despierta.

Nada era diferente de mi angustia habitual, y todo tan distinto:
la música, la luz, la lengua, los olores, las comidas, las hembras y los pánicos.

Yo, que huyo de mí y regreso a esconderme al principio del viaje
—porque ya el viaje mismo supone el precipicio de aprenderme—
tuve la sensación de que en el prójimo me aguardaba el futuro de la estirpe
y me dejé llevar por mi entusiasmo de único fundador:
salí a la muchedumbre para volver a entrar en el magma del mundo,
en la siempre anhelada patria de los sin nombre.

Desde tan buen refugio rescribo mis historias, descubro mis naufragios,
me siento a reposar —y a repasar— los argumentos de las jornadas próximas.

Ni el exilio ni el gesto de la fe me asustan como antaño por su misión de círculos;
ahora tengo un ardor que me hace humilde, pero también terriblemente sabio:
no volveré a sentirme un extranjero ni siquiera en el centro de la gracia.

Mi patria es el espíritu. Y ese manto ecuménico me (te, nos) cubre.

 

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