(PARQUE AGUA AZUL, GUADALAJARA)


He vivido el frecuente desarraigo de sentirme extranjero en mi propio país.

Me he sentido extranjero, mucho tiempo, bajo mi propia carne.

Ya no me asusta tanto existir en los límites.

La periferia tiene el placer raro de convertirse en centro alguna vez
y arrastrar al volcán a los fragmentos que entonces anden lejos de su cráter.

Estoy acostumbrado a sufrir el exilio que siempre entraña el gesto de la fe.

En México, no obstante, paseando con Edel entre las mariposas cautivas de Agua  Azul,
perdí el temor de entenderme extranjero pisando un extranjero atrozmente geográfico,
porque ser extranjero es solamente un asunto espacial
y yo había asimilado el fundirme en el tiempo de aquel pueblo
con tal de acaparar la efímera belleza que acude a recibir al que despierta.

Nada era diferente de mi angustia habitual, y todo tan distinto:
la música, la luz, la lengua, los olores, las comidas, las hembras y los pánicos.

Yo, que huyo de mí y regreso a esconderme al principio del viaje
—porque ya el viaje mismo supone el precipicio de aprenderme—
tuve la sensación de que en el prójimo me aguardaba el futuro de la estirpe
y me dejé llevar por mi entusiasmo de único fundador:
salí a la muchedumbre para volver a entrar en el magma del mundo,
en la siempre anhelada patria de los sin nombre.

Desde tan buen refugio rescribo mis historias, descubro mis naufragios,
me siento a reposar —y a repasar— los argumentos de las jornadas próximas.

Ni el exilio ni el gesto de la fe me asustan como antaño por su misión de círculos;
ahora tengo un ardor que me hace humilde, pero también terriblemente sabio:
no volveré a sentirme un extranjero ni siquiera en el centro de la gracia.

Mi patria es el espíritu. Y ese manto ecuménico me (te, nos) cubre.

 
PARQUES (PLAZA DE SAN JUAN DE DIOS. CAMAGÜEY)


Mientras caía el muro de Berlín, mis amigos y yo soñábamos con alcanzar el éxito.
Rafael quería obtener el Premio Nobel, Gustavo hacer un filme con la esencia abisal
      de La Poesía,
Daniel tener un auto y publicar en Plaza, Néstor actuar en Viena,
Jesús poseer lo eterno, Oneyda aprisionar lo que escapaba;
yo adquirir un reposo donde el alma y el cuerpo se hermanasen.
Nos íbamos de noche hasta la plaza a reemprender el juego de querernos.
Había ateos, santeros, comunistas, católicos, y las conversaciones discurrían acerca
     del poder y de la gloria,
de la necesidad y de la libertad, de la importancia de la conversión para salvar al mundo.
Amanecíamos siempre, al amparo de un mal alcohol casero,
creyéndonos los amos de La Historia y los reformadores del destino del hombre.
Las reyertas de entonces parecían no pasar de torvos simulacros.
Después, mientras crecían el hambre y la inconstancia,
mis amigos y yo trocamos las palabras y confundimos éxito y exilio.
Daniel se marchó a Miami, Jesús se fue a La Habana,
Néstor se escapó a Suecia, Rafael a su escéptico ostracismo,
Gustavo a sus películas, Oneyda a sus temores,
yo, al fondo de mis propias inmundicias.
Hoy, mientras se alza el muro de Internet y crecen el cinismo y la ausencia de diálogo,
mis amigos y yo apenas nos cruzamos un saludo consabido y prudente:
es demasiado el peso del fracaso, supongo, y no nos toleramos las excusas los unos
     a los otros.
La plaza es sólo el símbolo de la ausencia de arraigo
y no la visitamos salvo para embaucar a los turistas con la paz del terruño.
Mañana, mientras don Rafael reciba el Nobel, Gustavo filme en yámbicos,
Daniel publique su novela en Plaza, Néstor estrene en Viena un drama de Ionesco,
Jesús se agencie al fin su salvación y Oneyda sus poemas inmutables,
yo seguiré buscando el equilibrio, y volveré del viaje hacia mí mismo para fundirme
     al prójimo.
Otra plaza me espera. En ella mis amigos sabrán lo que yo sé:
el éxito es el éxodo: salir, unirse al todo, que es el Uno.

CIRIOS
(ceniza)


Todos los hombres que te amaron antes
amasaron tus ansias,
maceraron tu espíritu,
tras el ingenuo afán de poseerte.
Sin saberlo, te estaban educando
para llegar a mí. Yo te recibo
con la serenidad del último maestro:
te dejo ser tú misma,
que te aprehendas
en el duro ejercicio
de celebrar tu libertad total.
Si luego decidieras elegirme
como heredero de tus testimonios,
sería el dócil alumno que precisas
para enseñarle dónde empieza el mundo
y cuál es el destino de la especie.

(luz)


De ciudad en ciudad
vamos trazando
el mapa de este amor.
Cartas, citas, mensajes,
enlazan tu hemisferio con el mío
en la cartografía del espíritu;
sangre, saliva, semen y sudor
conforman los océanos
donde la carne baña
su continua inquietud de continente.
Acude a ambos bautismos:
unge tu cuerpo con mi aceite amargo,
el que destila el alma entre el tormento
de perseguir a su mitad gemela
hasta ese umbral en que la muerte funda
la ciudad infinita del amor.
 
 




LA ORGÍA


La noche huele a sexos torrenciales:
machos, hembras, arbustos y animales
gimen, sudan, irradian, se consumen
en el lienzo infinito de sus pieles
que dibujan, cual lúbricos pinceles,
la magnitud de Dios, y su volumen:
Él cabe en mí, en ti, en ella, en todos:
es saliva, hoja, savia, leche: modos
de cópula, de azar, de ley ardiente:
la de esculpir, hacer, echar simiente
donde el aire, en su prisa, se derrama:
fatigosa carrera de retorno
hacia el origen único: el contorno
de la orgía perpetua[1] que nos llama.

(De El lobo y el centauro, Editorial Capiro, 2001)


[1]- Mario Vargas Llosa
CUARTA ELEGÍA DEL LOBO


A Rafael Almanza


Cuando yo digo agua creo que lo he dicho todo.
Digo aire, fuego, piedra, polvo, sangre.
Todo cabe en el agua,
nace de ella,
en ella se fecunda, o la fecunda.
La lengua saborea sus sílabas sedosas:
agua, digo,
y me recorre un río la garganta y las vísceras;
pienso, agua,
y me hundo, transparente,
en su alivio tan húmedo;
agua, suspiro,
y reaparece el fuego, el derrotado;
la piedra, la pulida;
el aire, macho rápido del agua;
el polvo, novio ardiente que la espera.
¿Y la sangre?
¿Y la usura más cálida que nos lleva a morder,
como si el diente no naufragara en la virtud del agua?
Agua y sangre se beben.
Bajo a beber al cuello y la laguna.
En el cuello descubro el polvo antiguo
del orgullo y la estirpe,
la piedra de la gloria,
el aire que macera la ignorancia,
el fuego donde arden la pulcritud y el grito.
Me aguarda en la laguna el fango torvo
donde mis patas se hunden, fallan, tiemblan
con la fragilidad del cazador que yerra el blanco
y se queda a merced de mis colmillos.
Agua y sangre pernoctan en mi boca.
Cuando yo digo sangre el mundo me penetra y lo penetro.
Digo músculo, hembras, huesos del vendaval que me calcina.
Todo canto es mi sangre y flota en ella
porque la sangre acata los clarines, los címbalos, la euforia,
y también la miseria del mendigo,
el llanto de la puta que soñó con ser reina,
las llagas del enfermo, sus humores,
la carne palpitante que habrá de ser carroña sin remedio.
Agua y sangre confluyen.
Por mi sangre navegan las historias del hombre y la manada,
del tigre y del rebaño,
de los bueyes que pastan su desidia y los premian con hierro,
de los caballos prestos a cocear en la frente al suplicio,
de los perros procaces que lamen siempre el sexo de sus dueñas,
de las castas, los clanes,
la espuma en que se asfixian la angustia y el recuerdo.
Agua y sangre se mezclan.
Son como un gran torrente donde nacen la perfección y el odio,
el perdón y los crímenes,
las guerras y las nupcias,
la paz y la leyenda de las patrias.
Agua y sangre en mi sueño.
Agua.
Sangre.
Cuando yo digo agua creo que lo he dicho todo.
Digo aire, fuego, piedra, polvo, sangre.
Las palabras que faltan son inútiles:
pues truecan agua en sangre y sangre en agua.
Yo sólo sé el secreto de mi idioma
y en él bebo el enigma de la muerte,
de la naturaleza y el vacío.
Mi sed es tan intensa como el fuego,
tan dúctil como el aire,
como la piedra, altiva,
como el polvo, recóndita,
infinita, inasible, tortuosa como el agua y la sangre.
Cuando yo digo agua firmo un pacto
y la sangre de un lobo nunca engaña
porque, ¿qué he de perder si ya no tengo
la pericia del aire,
la voluntad del fuego y de la piedra,
la sapiencia del polvo,
el candor y las náuseas de la sangre y del agua?
Cuando yo digo agua digo vida
y cuando digo sangre
entro en la eternidad, me instauro, gozo.

 

ANALECTAS DEL EXILIO


Miro al mar. Cuento monedas.
Siempre aquí se mira al mar.
Entre mirarlo y contar
monedas pasan las vedas.
Y las vidas: naces, quedas
preso entre leyes y reyes
que amputan, dictan las leyes,
tuercen cuellos y eslabones,
acuñan las ilusiones
y nos tornan perros, bueyes,
buitres del oro y la sal,
títeres, cerdos, vampiros
que se nutren de suspiros
en pos del bien, y hallan mal.



Miramos. La vista es cal
contra el muro del vacío.

Nuestro muro. El tuyo. El mío.
Ese que, airoso, se erige
en cerco. Y vigila. Y rige
la mansedumbre, el hastío,
la piedra en la boca, el humo
entre las manos, el paso
circular, el campo raso,
el acíbar para el zumo,
la sangre, el látigo, el grumo
que somos ante la ley:
putas, mendigos: la grey
que mira al mar sin auxilio,
monedas cuenta, y exilio
suplica, burlando al rey.

Pero la burla es un juego
de espejos: en el exilio
no hay salvación ni concilio.
Es otro yugo: el del fuego
de la nostalgia, y el ruego
por regresar a la tierra
donde comenzó la guerra
por elevarse, por ser
viajeros, por poseer
otra cárcel —la que encierra
en su red tiempo y memoria—
donde nada se vislumbra.

En el exilio no alumbra
más luz que la misma historia
infinita de la gloria
buscar del parto a la cruz,
errar, bajar la testuz,
seguir siendo un extranjero,
ver el mar, contar dinero,
y soñar con otra luz.

¿Qué es la luz? ¿Dónde está? ¿Dónde
encontrarla puede el siervo
de sí mismo? ¿Dónde el cuervo
que grazna y se marcha? ¿Adónde
va, maltrecho? ¿Dónde esconde
la luz su rostro divino?
¿En el mar? ¿En el cansino
repicar de las monedas?
¿En las carnes? ¿En las sedas?
¿En el oropel del vino
que nos coloca el destino
siempre lejos de la boca?
¿En la cárcel? ¿En la roca
que es, a la par, fe y camino?
¿En el silencio? ¿En el trino
oscuro que nos alienta?
¿En el muro? ¿En la violenta
liturgia que nos obliga
a ser caballo y auriga,
guerra y paz, perdón y afrenta,
hambre y mesa suculenta
que es, no es, está y no está?
¿Dónde queda? ¿Cómo va
hacia esa luz que lo tienta
el hombre? ¿Cuándo la enfrenta?
¿Y cómo? ¿Y por qué? ¿Quién gana
en tal combate? ¿La vana
confianza de ser hostil?
¿El hombre? ¿La luz? ¿O el vil
simulacro de un mañana?

Porque habrá un mañana. Diana
hará en él el hombre adulto
al prescindir de ese culto
al dinero, a la sotana,
al rey y a su ley. Qué sana
sensación de hallarse libre
lo inundará cuando vibre
todo su ser bajo el nombre
de Dios, que le diga: “Hombre,
búscate en mí, tu calibre
es ser tú mismo y ser Yo
que a tu existencia me afilio:
soy tu luz, tu mar, tu exilio,
tu hartazgo, tu ley, tu voz”.

Habrá un mañana. Es en Dios:
cúspide y sima del pozo
de existir: ese alborozo
donde duermo mi acrobacia,
despierto, pulso la gracia,
miro el mar y aguardo el gozo.

 (De Libro de cruel fervor, Editorial Capiro, 1997)

 
ALGUNAS VARIACIONES SOBRE EL AMOR CARNAL


There will be time, there will be time
To prepare a face to meet the faces that you meet;
There will be time to murder and create.

T. S. Eliot



Lo fatal es perderse en el encontronazo de las máscaras, hacer del universo un carrusel teñido con licores, agruparnos al rostro de quienes son apenas huellas leves. Lo fatal es el hábito del doble, ese no ser que somos amparados en ellos, los más fuertes, los que blanden espadas, los que la luz deforman a su antojo. Adentro nos guardamos la confianza, el lema aprendido en el colegio sobre la voluntad, sobre el rigor del tiempo para hacer madurar los escorpiones. Por eso nos vestimos para el baile: nos ponemos la banda de la gloria, la levita vacía, la sonrisa escolar que no olvidamos; y salimos al mundo a regalar mejillas, a prepararlo todo para la cachetada, a que el prójimo encuentre un alivio en nosotros, cuando él es tanto escarnio como nuestra rutina, tanto truco en el aire, tanto miedo. Habrá tiempo, habrá tiempo, pero ¿cuál es el tiempo de los fieles?§, ¿dónde van a fundirse los venablos con el arpa, el rencor, las madres usurpadas por la reliquia de las fundaciones? Seguro que habrá tiempo, mas el límite existe y nos provoca: hace falta indagar en el signo de los procuradores, de las hembras tardías, de los soldados hechos para morir sin patria, de aquellos escultores con que nos seducían, al principio del hombre –fin de nosotros mismos—las estatuas. Lo fatal es no haberse maquillado, no elucubrar una barrera entre Yo, y Los Otros; lo fatal es querer estar unidos, formar un grupo inmenso, una horda feroz, indestructible. Habrá tiempo también para las soledades, el pesimismo, el llanto, para las miserias más lúcidas y audaces, porque el tiempo es tan cruel que es inexacto, finito, manuable como un arco para cazar insomnios. Entonces: fuerza y fe, disfraz y continencia, elegancia proscrita en cada acto; lo demás es historia, es conciencia, es legado, y no hay más libertad que sembrar hasta el crimen el amor que mañana puede sernos mortífero.

(De El mendigo de Dios, Editorial Oriente, 2004)


§ - León Estrada